Era ya de noche y llevamos más de cuatro horas de viaje a través del Atlas cuando, después de dejar atrás Er Rachidia y Erfoud, la policía detuvo en nuestro todo terreno en una estación de servicio. Estaban a la espera de que pasara la comitiva real. Ésta pasó fugazmente y se componía de más de una treintena de coches negros, en uno de los cuales el nuevo Rey, Mohamed VI, regresaba a palacio después de su plegaria en la mezquita de Rissani. No en vano, esta es la zona de donde proviene la familia real.
Finalmente, llegamos a nuestro campamento. Lo primero que nos sorprendió fue ver a los caballos tranquilos en la intemperie de la noche sahariana, separados, entre sí, por no más de dos o tres metros, sin nada que desvelara a primera vista que estaban atados. Poco después descubrimos que lo que estaban, con una mano atada a una piqueta de hierro clavada en el suelo.
Hassen, Abdoula, Idris y los otros ayudantes estaban alrededor de un fuego que invitaba a sentarse a su lado. Cuando cogieron los instrumentos de percusión (a veces simples cubos), el ambiente creado nos fue introduciendo cada vez más en ese mundo que nos aguardaba durante los próximos días.
Cuando se hizo de día, todos nos maravillamos de lo que teníamos delante: una extensa planicie, iluminada con una luz especial, los caballos al lado de la gran jaima, delante de la cual nos esperaba el desayuno.
Una vez en la mesa, todos comentamos el frío que habíamos pasado y quién era la persona que ronca más o menos. Nunca habríamos imaginado que la noche en el desierto del Sáhara, sería el sitio donde pasaríamos más frío que nunca. Algunos aprovechamos una visita a la Medina de Rissani durante la mañana para comprar unas mantas de lana de camello.
Los caballos eran, en su mayor parte, un cruce de árabes y bereberes, si bien había alguno 100 × 100 bereber. “Raisa” fue el caballo que me asignaron, con 62 % de árabe. Tenía un paso envidiable, cómodo y rápido. Un relámpago galopando. No recuerdo haber montado uno tan rápido. Todas las sillas de montar eran inglesas.
"Cuando acabaré con él, diríase que lanzo al desierto una estrella radiante, o bien, dile a Sept, que soy una fiera del desierto montada en lomos de un relámpago". Ibn Suhayd
Iniciamos la cabalgata hacia las primeras dunas del desierto, siempre en dirección sureste, casualmente, la misma que tomamos en Andalucía, en nuestro camino hacia el desierto de Tabernas.
El camino hacia Merzouga era, principalmente, una extensa planicie de tierra que nos iba acercando las primeras dunas, de color rosa del desierto. Detrás de una de ellas, encontramos la jaima. Después de un breve refrigerio, antes de ponerse al sol y solo para los extranjeros, por ser ramadán, nos preparamos para lavarnos, cogiendo el agua de un depósito con unos cubos. La puesta del sol evidenciaba el fuerte cambio de temperatura. De estar en mangas de camisa, pasamos a vengarnos con casi todas las prendas que cada uno llevaba. Habíamos tenido un picnic en el camino, pero se nos había abierto el apetito y la cena, preparada por dos cocineras, en reconfortó. Primero fue la conocida sopa marroquí y, a continuación, el cordero. Después de cenar, nos sentamos de nuevo alrededor del fuego, donde, tras escuchar a los músicos, el sueño nos fue venciendo.
Tensión en la riendas
Al día siguiente, nos maravillamos de nuevo con una vista diferente a la del amanecer de la jornada anterior. Sin prisas, tomamos el desayuno disfrutando de la paz del desierto. El recorrido a caballo nos deparaba súbitos cambios en un paisaje que, a priori se nos podría antojar parecido al ya visto. Solo nos interesaba disfrutar cada momento con lo que teníamos delante y con las personas que tenemos a nuestro lado. No falto, sin embargo, algún momento de emocionante tensión, especialmente, cuando, al comienzo de un galope, se rompió la rienda izquierda de mi caballo. Sin dudarlo un segundo, me abalancé sobre el cuello del animal y conseguí llegar a su boca y tirar del bocado mientras gritaba a los demás que parasen.
Más adelante, no se encontramos unas ruinas de adobe perteneciente a un antiguo asentamiento humano, posiblemente de orden militar, en las que nos detuvimos para comer. Continuamos el camino bordeando una línea de dunas de considerable altura.
Escondida detrás de una de éstas, encontramos una vez más nuestra querida Jaime. Amplia, provista de cómodas colchonetas y con una luz alimentada por un motor, sería se había convertido ya en nuestro hogar. La cena nos calentó de nuevo y volvimos a pasar una velada entrañable, acompañando a nuestros guías y asistentes en sus cantares.
Iniciamos, después del desayuno, la jornada de más de cuatro horas a caballo hacia Yasmina. Antes de llegar a nuestro destino, vimos lo que a nuestros ojos se nos antojaba un espejismo: dos jaimas, una enfrente de la otra, separadas entre sí por unos 100 m cubiertos de alfombras y tapices. A los lados, cerrando el cuadrilátero, divanes de madera con cojines. Todo esto en medio del desierto. Pensamos ilusiona ilusoriamente que quizá era nuestro destino, pero no. Un Hotel de el Erfoud había organizado en este lugar la noche de fin de milenio para unos clientes.
Con un galope justo enfrente de la montaña rocosa que indicaba la frontera argelina, culminamos la cabalgata y nos encontramos con nuestra jaima y el camión instalados al lado de un lago. En él reflejaban su figura mientras debían los camellos, que al ver los caballos giraron su largo cuello. No puede evitar la tentación de desmontar de mi caballo y empezar a escribir sobre la sensación que me había producido ese galope hacia la frontera argelina.
Yasmina cuenta con un albergue, pero la jaima siempre suele ser una experiencia que, de alguna manera, se hace necesaria para aquellos que buscamos una aventura a caballo completa en el Sáhara.
Resultó ser el cumpleaños de Sarah y había hablado ya con Azzedine, el organizador y propietario de los caballos, de la posibilidad de hacer algo especial, y así fue. Nos encontrábamos alrededor del fuego, esperando a la hora de la cena cuando, de repente, aparecieron cuatro saharauis vestidos con las largas túnicas blancas, dos delante con dos enormes bombos que golpeaban con dos grandes porras, y dos detrás con una especie de enormes instrumentos de percusión semejantes a grandes castañuelas de metal. Después de bailar todos alrededor del fuego, montamos a Sarah en uno de los caballos y el resto de la comitiva fuimos a pie detrás con algunas antorchas en dirección al pequeño albergue distante a un kilómetro de nuestro campamento.
Al llegar, bajamos a Sarah del caballo y observamos en el interior al menos una veintena de músicos y bailarines aguardándonos. Después de un obligado baile (cada uno hacía lo que podía) nos dispusimos a dar buena cuenta del couscous y el cordero que nos habían preparado, mientras los músicos y bailarines continuaba su espectáculo. Esto nos dio una idea de lo que debieron ser, no mucho tiempo atrás, aquellos festines en los que los grandes jefes árabes celebra sus victorias.
Un amanecer en el desierto
A la mañana siguiente, y a pesar de la noche pasada, algunos pudieron levantarse temprano para poder ver la salida del sol en medio de las dunas, de un espléndido color rosa. Por el camino, paramos en una kasba para tomar un té a la menta. Era un viaje tranquilo, las prisas habían desaparecido. Me acordaba del gusto que tienen algunos caballos por revolcarse en la arena y me mantuve alerta por si acaso. El pobre Paul, sin embargo, no pudo evitarlo. Afortunadamente, esto no trae casi nunca consecuencias.
El camino a Darkaoua era nuestra última etapa a caballo. Comenzamos a dejar las dunas atrás y a adentrarnos de nuevo en una planicie pedregosa, que resultó ser una cantera de piedras fósiles. Descendimos de los caballos para tomar algunas algunas muestras y continuamos a caballo hasta llegar a nuestro destino. Allí nos esperaban los vehículos que nos llevarían al Hotel de Erfoud. Si bien resultaba agradable tomar una ducha caliente y una cama después de dormir cuatro noches en la jaima, no podíamos olvidarnos de los ratos íntimos pasados en ella y de las noches al aire libre alrededor del fuego escuchando a, ya nuestros amigos, Hassen, Abdoula e Iris cantando a la fría noche del desierto.
A la mañana siguiente, nos dirigimos a Er Rachidia donde tomamos el avión que nos conduciría hasta Fes. La Medina de Fes es de obligada visita. Es un auténtico viaje a la edad media y, desde luego, hay que hacerla con un guía profesional para no perderse nada y no caer en las manos de cualquier lugareño que intente ganarse unos dírhams.
Después de un almuerzo en el centro ecuestre, nos despedimos, mirándonos unos a otros, como si hubiéramos sido los únicos afortunados en vivir una aventura irrepetible.
Este relato cuenta la ruta realizada por el autor del 3 al 10 de enero del año 2000
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